Lo indígena también es urbano: La resistencia de Cantagallo

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Autor: Daniel Romero
comunidad Chipibo Konibo Cantagallo

En Lima, una ciudad que a menudo se enorgullece de su diversidad cultural, existe una comunidad que reside a pocos minutos del centro histórico, pero que permanece casi invisible: los Shipibo-Konibo de Cantagallo. Ellos no llegaron como turistas ni como visitantes ocasionales; llegaron en busca de un futuro, trayendo consigo su lengua, sus saberes, su arte y la firme decisión de mantenerse como un pueblo indígena, incluso en medio del cemento y el tráfico de la capital.

Esta decisión, sin embargo, no ha sido fácil. La ley peruana no reconoce comunidades indígenas en contextos urbanos. Es decir, oficialmente, para el Estado, lo indígena sólo existe en el campo o en la selva. Esta situación ha dejado a muchas comunidades como Cantagallo en un vacío institucional, sin el respaldo legal que les permita ejercer plenamente sus derechos colectivos. Así lo advierte Espinosa: “el Estado peruano no reconoce oficialmente la existencia de comunidades indígenas urbanas” (Espinosa, 2019, p. 154). La invisibilización de sus derechos fundamentales llega al punto en que empresas como Sedapal o Edelnor se negaron a brindar servicios, argumentando que, al no contar con título de propiedad, la comunidad no tenía posesión legal del terreno. A pesar de esto, la comunidad se ha mantenido organizada en “comunidades interculturales” y, frente al abandono estatal, lograron instalar un pozo séptico para abastecerse de agua, aunque continúan sin fluido eléctrico ni un sistema seguro de saneamiento. La respuesta institucional ha transmitido un mensaje implícito: “que se vayan, que regresen a Ucayali, que dejen libre el terreno de Cantagallo para que continúe la expansión urbana al servicio de la capital”.

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Así, durante la gestión municipal de Susana Villarán, se les prometió una reubicación digna como parte del Proyecto Río Verde. Para cumplir esto, se compraron terrenos y se establecieron compromisos. En un intento de actuar conforme al Convenio 169 de la OIT, que reconoce los derechos de los pueblos indígenas, se inició un proceso de diálogo con la comunidad. En agosto de 2012, se llevó a cabo un “Taller de Pre-consulta” donde la comunidad expresó sus principales demandas, tales como mantener la escuela intercultural bilingüe, contar con un local comunal, espacios para la producción y venta de artesanía, lavanderías colectivas, una cancha multiusos y, sobre todo, un título de propiedad colectivo. Este último punto no fue menor. Hubo debates internos en la comunidad sobre el tipo de propiedad, pero para muchas lideresas y dirigentes, como Luz Franco de AVSHIL (Asociación de Vivienda de Shipibos en Lima), el sentido de comunidad era irrenunciable. Ella mencionó: “En la colectiva tenemos que cuidar nuestra cultura, cuidarnos. Tiene que tener una fuerte identificación como comunidad. Nos cuidamos entre todos” (Espinosa, 2019, p. 168). La cancha de fútbol, incluida en la propuesta, no era solamente un área recreativa, sino, como ocurre también en las comunidades amazónicas rurales, un espacio simbólico de encuentro comunal. Todo en esa propuesta apuntaba a preservar no solo un espacio físico, sino un modo de vida compartido; el objetivo era reforzar y reproducir la cultura Shipibo.

Sin embargo, con el cambio de gestión en la Municipalidad de Lima, los compromisos asumidos con la comunidad shipiba fueron dejados de lado. A pesar de que ya se había iniciado un proceso de diálogo legítimo y participativo, no hubo intención por parte de las nuevas autoridades de retomar el proyecto de reubicación. Espinosa lo menciona: “El alcalde Castañeda ya había utilizado los fondos del fideicomiso para otras obras y su propuesta para la comunidad shipiba era que se quede donde estaba” (Espinosa, 2019, p. 171). Esto se planteó a pesar del evidente deterioro de las condiciones de vida, debido a que la construcción de nuevas vías redujo aún más el espacio disponible, lo que aumentó el hacinamiento. Además, las obras y el tráfico trajeron consigo una alta concentración de polvo y contaminación, afectando directamente la salud de las familias. A esto se suma que, en 2016, un incendio destruyó buena parte del asentamiento. Las casas desaparecieron. La escuela quedó en ruinas.

comunidad Chipibo Konibo Cantagallo

A pesar de ello, la comunidad no se rindió y siguió adelante. Las mujeres han tenido un papel fundamental en este proceso. Como señalan Macahuachi et al. (2019), la identidad shipibo-konibo se sostiene en la vida familiar, liderada principalmente por mujeres, quienes impulsan el sustento del hogar y la comunidad a través de la artesanía. Cada pieza que elaboran no es solo una fuente de ingreso, sino también una forma de preservar y compartir su cultura en medio de la ciudad. En Cantagallo, el arte no es solo una actividad productiva: es parte de su memoria, resistencia y comunicación. Según Sánchez (2015), cumple un rol clave en la economía familiar, en la transmisión cultural y en la visibilización del pueblo shipibo en el contexto urbano. En cada diseño kené se expresa un universo simbólico, una manera serena, pero firme, de afirmar su presencia y reconocerse a sí mismos; así han defendido su derecho a vivir en la ciudad como pueblo indígena. Ellos no piden privilegios, solo el mismo respeto que se le debe conceder a cualquier otra comunidad urbana: el derecho a vivir con dignidad. La presencia de los Shipibo-Konibo en Lima representa una posibilidad de crecer como sociedad y de ampliar lo que entendemos por ciudadanía y pertenencia, y sobre todo por ciudad. Debemos entender que, más allá del concreto o las vías, la ciudad se origina desde la vida colectiva, la educación, el arte y la comunidad.

Fuentes