Por una nueva generación que no aguante migajas
Durante siglos, el Perú ha vivido acostumbrado a recibir poco. Desde la conquista española y la creación del Virreinato, se nos enseñó a conformarnos. Los primeros criollos y quienes se beneficiaron del vínculo con la corona aceptaron tener derechos a medias mientras pudieran mantener una vida relativamente cómoda.
Esa comodidad —que nunca fue equitativa— se construyó sobre la negación de derechos a las mayorías: a los pueblos originarios, a los afrodescendientes, a las mujeres, a los más pobres. Así empezó a formarse una cultura del “aguante”, del “no pasa nada”, del “mejor callar”.
Con el paso de los siglos, esa cultura se volvió casi genética. Cada cierto tiempo, la olla de presión estalla: surgen marchas, levantamientos, movimientos que nos recuerdan que sí merecemos justicia, dignidad y derechos plenos. Pero el sistema, una y otra vez, se encarga de recordarnos que pedir más puede ser peligroso.
Desde los años noventa, después de la dictadura y del trauma del conflicto armado interno, crecimos con la idea de que cuestionar al sistema es sinónimo de violencia. Que, si protestas, eres “terrorista”. Que el orden vale más que la justicia. Y así, muchos de los millennials aprendimos desde niños a cuidar el sistema económico como si fuera lo único que nos diera estabilidad. En ese pacto silencioso, dejamos de exigir otros derechos. Aceptamos que la salud, la educación o la igualdad podían esperar. Que “al menos hay trabajo”, aunque sea precario. Que “al menos hay paz”, aunque sea a punta de miedo.
Así crecimos. Callando. Callando cuando nos explotan en el trabajo. Callando cuando un policía pide coima. Callando cuando una mujer es violentada y “mejor no te metas”. Callando cuando la corrupción se normaliza y el silencio se premia con estabilidad. Y ese silencio, tan cotidiano, terminó construyendo lo que yo llamo la sociedad de las migajas.
La sociedad de las migajas
Vivimos en un país de migajeros: agradecemos por poco y aceptamos poco. Aceptamos servicios de salud mediocres, escuelas sin maestros motivados, universidades que venden títulos, autoridades que mienten. Aceptamos que la policía robe, que los jueces vendan justicia, que los empresarios exploten y que los políticos se perpetúen. Pero también —y aquí duele más— hemos aprendido a ser migajistas nosotros mismos: damos poco, confiamos poco, amamos a medias, nos comprometemos a medias. Nos hemos convertido en parte del mismo círculo que nos oprime.
Salir de ese ciclo no es fácil. No se trata solo de cambiar leyes o gobiernos; se trata de romper un patrón emocional, cultural y generacional. Dejar de creer que merecemos menos.
La generación que no se conforma
Y, sin embargo, entre tanta oscuridad, hay una luz. Una nueva generación que no quiere migajas. Jóvenes que han crecido con más información, que se atreven a cuestionar, que no aceptan el “así son las cosas”. La generación Z, o como algunos la llaman, la generación del hartazgo, empieza a decir basta.
Basta de un sistema que castiga a quien se atreve a soñar distinto. Basta de creer que tener derechos es un lujo. Basta de pensar que el Perú no puede aspirar a tener trenes, parques, buses dignos o amor libre. Ellos, ellas, elles, están levantando la voz para decir que merecemos un país donde no se viva de sobras, sino de oportunidades. Que la dignidad no es un privilegio, sino el punto de partida.
Romper el ciclo
¿Se puede romper este ciclo en una sola generación? Tal vez no. Pero al menos podemos comenzar. Y comenzar significa hablar, denunciar, exigir, crear, votar distinto, participar, no callar. Significa mirar al otro y reconocer que, si el país no cambia para todos, no cambia para nadie.
Dicen que el Perú es más grande que sus problemas. Yo creo que el primer paso es aceptar que sí tenemos problemas, y que esconderlos es lo que nos hace pequeños. Nombrarlos, enfrentarlos y resolverlos —aunque tome tiempo— es lo que nos hará grandes.
Quizás así podamos dejar de vivir de migajas y construir, por fin, un país donde la dignidad no se mendigue, se ejerza.